El adiós de Mariano Cruz Ordóñez

Despedida. Emocionante vuelta al ruedo final de Mariano Cruz Ordóñez. (Foto: Juan Antonio de Labra)
Despedida. Emocionante vuelta al ruedo final de Mariano Cruz Ordóñez. (Foto: Juan Antonio de Labra)
Toreros. Mariano Cruz, padre e hijo a la hora del adiós. (Foto: Juan Antonio de Labra)
Toreros. Mariano Cruz, padre e hijo a la hora del adiós. (Foto: Juan Antonio de Labra)
Semblante. Emociones encontradas en la despedida. (Foto: Juan Antonio de Labra)
Semblante. Emociones encontradas en la despedida. (Foto: Juan Antonio de Labra)
Arte. El último natural de Cruz Ordóñez. (Foto: Juan Antonio de Labra)
Arte. El último natural de Cruz Ordóñez. (Foto: Juan Antonio de Labra)

Por: Santiago Aguilar

La imagen del cuerpo semidesnudo del hombre recostado en la cama de la habitación, poco a poco, aparece y se clarea con los fulgores del crepúsculo matutino que el grueso cortinaje no logra ahuyentar, otorgando al momento un ambiente entre onírico y melancólico que cubre las reflexiones del torero.

La vigilia fue una escabrosa lucha entre la razón y la emoción, entre el pasado y el presente, entre ser y no ser; en la que, Mariano Cruz Ordóñez insomne, con los músculos tensos y el rostro amagando ansiedad, vivió una vorágine de imágenes y recuerdos que repasaron casi dos décadas de amaneceres como este, conviviendo con sus anhelos y con el miedo.

La primera luz que avisa la llegada del día, pone fin a largas horas de duermevela en un intenso cara a cara entre el ser humano afirmando una idea y el lidiador argumentando una decisión.

El palpar la cicatriz de la vieja cornada y la punzada en el costado, secuela de una reciente voltereta, ofrecen realidad, carne y dolor a las evocaciones que, vuelven a saber a almíbar cuando rescata tantas y tantas jornadas de triunfo y gloria en plazas de aquí, allá y más allá.

Entre luces y sombras se ubica en la tarde de septiembre de 1984 cuando el toreo se le introdujo en el alma con aquellos primeros lances, pulidos después en inagotables jornadas en la escuela taurina Manuel Díaz que alfabetizaba a los críos de su Riobamba natal. La dedicación y el ahínco forjaron un novillero que debutó con gran suceso una tarde de abril de 1990 vestido de grana y oro.

Su capacidad y talento y, en especial, el gusto para manejar las telas le llevaron a un lustro de aprendizaje en Madrid de manos de maestros como Agapito García ‘Serranito’ y Joaquín Bernado que le develaron los secretos de la tauromaquia, le mostraron el camino y, lo más importante, le sometieron a un exigente fogueo en arenas ibéricas.

En los años dorados del abono quiteño se presenta con picadores en 1996, iniciando una larga cruzada de cuatro temporadas impulsadas por sus ambiciones y sostenidas en su valor. Fueron casi un centenar de victoriosas batallas con el capote y la muleta como armas; acumulando los blasones y el prestigio que valieron su lujosa alternativa en noviembre de 2000 oficiada por el gran Enrique Ponce en el mismo anfiteatro equinoccial

De allí en adelante, su andadura por ciudades y pueblos la llevó a cabo con ejemplar dignidad y orgullo, honrando a su profesión cada tarde y sintiéndose torero cada tarde. Plazas europeas y sudamericanas acogieron su tauromaquia pura y verdadera, expuesta en la arena con arrebato y conmovedora entrega. En cada verónica y en cada natural Mariano trató de decirle al mundo que “el toreo es gallardía con la vida como prenda, que el toreo es respeto al toro y su sacrificio y al hombre y su libertad”.

Su ‘magnum opus’ la escenificó en Quito la tarde del viernes 3 de diciembre de 2004 con Nombrado de Huagrahuasi, un serio toro de capa negra, con el que iluminó el toreo en una faena inmortal que se contó con asombro en todo el mundo. Sin embargo, la injusticia que gobierna la industria taurina global y los claroscuros de la personalidad del artista, difuminaron su obra.

Al cabo de 18 años de alternativa, un ramillete de faenas inolvidables e incontables momentos memorables expresados con misteriosa sensibilidad, el diestro hace frente al destino y al calendario con la honradez por delante.

El seco ruido de la puerta interrumpe sus reminiscencias y, por fin, detiene el tiovivo de pensamientos, desmontándolo al presente. El atavío pizarra y oro que aguarda en la silla y la rasgada voz de Pepe Quintero, su mozo de espadas, confirman que la hora del adiós ha llegado.

El tono oscuro del traje pinta su alma a punto de quebrarse por dejar atrás lo que más ama. El dolor se encuentra con la gratitud a Dios por lo vivido, por lo sentido, por lo toreado. La nostalgia se transfigura en paz al rememorar los sacrificios y la devoción. El desconsuelo se torna en felicidad al verse vestido de torero una vez más.

La tarde de poca fortuna epiloga una carrera romántica como pocas, escrita, cantada y filmada como pocas. En el ruedo ambateño el corte de la coleta y el emocionante abrazo de dos toreros, padre e hijo; ofrecen imagen, nombre y apellido a un capítulo brillante de la historia de la fiesta de los toros del Ecuador. Adiós torero.