El tren, nostalgia e indignación

POR: Mario García Gallegos

Los que quedan de mi generación somos testigos presenciales de la gloria y decadencia de nuestro querido ferrocarril, que partiendo de Durán y atravesando la cordillera de los Andes llegaba a Ibarra. Para dibujar lo vivido, yo mismo llegué a la hermosa Ciudad Blanca, desde Riobamba cuando niño, a bordo de un tren completo compuesto por una humeante locomotora de vapor, su plataforma auxiliar y los vagones de carga y pasajeros.

El enorme convoy era conducido por un robusto maquinista, los contramaestres, inspectores, brequeros y peones de línea, todos vestidos de azules overoles y gorras de visera a la usanza de los viejos ferroviarios americanos que, atravesando el continente, unían el Pacífico con el Atlántico.

Las paralelas enlazaban ciudades, pueblos y estaciones con un abrazo de acero de vida y de actividad; cada sitio tenía sabor y aroma por sus productos y gastronomía, por el acento de sus vendedoras que cundían los andenes de los terminales.

Nuestra ciudad soñaba entonces con levantar un Obelisco y, desde allí, lanzar su sueño de mar a San Lorenzo. Recuerdo a la bullente estación pululante actividad y colorido; recuerdo a los carretoneros del Sindicato Marañón estivando la carga para conducirla a las bodegas y almacenes y, a su vez, embarcando los productos locales hacia Quito, Guayaquil o Esmeraldas.

Cuanta gente buena trabajadora y honrada utilizó la ferrovía; por ella venía y partía mi padre: con la tinta de esos recuerdos dulces y amargos escribí mis primeros versos dedicados a su amada figura, cuando descendía del vagón de pasajeros, o cuando partía con su pañuelo al viento de la tarde y la nostalgia.

¡Cuánto descuido e indolencia se acumula en la cuenta de innúmeros culpables! Por lo mismo que está sucediendo ahora en el tramo de San Roque.