Los guayacanes florecidos en campanitas de oro

Zoila Isabel Loyola Román

La historia empieza cuando en diciembre el árbol se despoja completamente de sus hojas para esperar que en los primeros meses del año se produzca el “milagro del agua” que vivifica la tierra seca y árida, llenándola de vida.

Las primeras lluvias del año anuncian que los guayacanes están a punto de estallar en una florescencia de esplendorosa belleza de millones de campanitas de oro que cuelgan en racimos al final de las ramas, dando un espectáculo alucinante, que dura el efímero tiempo de seis a ocho días, ¡nada más! Un paraíso de color de oro y azafrán, con resplandores rojizos, que será nido de colibríes, charros, mirlos, chirocas, tordos y toda clase de pájaros cantores, emplumados pájaros de variadísimos colores, que cantan en concierto de amaneceres encendidos y atardeceres plenos de horizontes salpicados de todos los matices.

El guayacán vive en lugares secos y áridos en extremo como Zapotillo, Mangahurco, Cazaderos. Va creciendo, poquito a poco, preparándose para sostener un gran árbol de madera dura, recia, como recio es el carácter del chazo lojano de estos lares.

El guayacán, que en medio de las circunstancias más adversas, cree en el milagro y en la promesa de la lluvia de los primeros días del año, para lo que se despoja de sus hojas y espera que florezcan las más hermosas flores-campana que son como el alma avizora de nuestros pueblos, flores-campana que tocan a rebato para celebrar la vida, para convocar a la fiesta.

Entonces, vale la pena aprender de los viejos guayacanes a creer, a ser perseverantes y esperanzados para no abandonar nuestros sueños, para no desanimarnos ni rendirnos jamás. Porque, seguramente, ese sueño tan soñado está por florecer.

Ante la belleza de los guayacanes en flor, digo con emoción: ¡Así es mi tierra hermosa! (O)

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