Pablo Vivanco Ordóñez
Sabemos que las cosas van mal, que deben cambiarse. Queremos que las cosas cambien, pero las queremos inmediatamente, casi como efecto mágico, que cambien pero sin interrumpirme ni incomodarme.
Entre en el paisaje desalentador asoma la cara demacrada de un gobierno que intenta pintarrajearse con marketing constante para decir que algo se hace. Tras el telón, queriendo guardar las formas, la sombra de los titiriteros que queman a otros para salir triunfantes a la hora del té. No hay manos invisibles, hay inventos de manos invisibles en el manejo político; solo hay manos que los que deben contarlo no lo cuentan, y por tanto, hacen de lo visible una sombra difícil de desentrañar.
Los problemas y las angustias son comunes: desde lo doméstico hasta lo público. Queremos libertades y derechos, pero nos oponemos a pensar lo que implican esas libertades y esos derechos. Todos, absolutamente todos los seres humanos, pensamos que algo de las condiciones existentes deben cambiar, y no porque seamos negativos inconformes, sino porque se comprende que las cosas pueden mejorar. Sin embargo, sabiendo que las cosas no están como deberían, que las condiciones óptimas no se han logrado, que el sistema se queda debiendo a sí mismo, no hacemos nada para remediarlo. A eso, Pierre Bourdieu le llama una ‘actitud cínica’, porque a pesar del reconocimiento explícito e incómodo de saber que las cosas deben ser cambiadas, mejoradas, renovadas, transformadas, preferimos, que el rumbo aunque malo soportable, siga siendo como es.
El cinismo se refleja en esa condición de comodidad y simple fascinación por no hacer nada. Y cuando hablo de ‘hacer algo’ o ‘hacer nada’ me refiero no a las acciones individuales que pueden mantenerse como ejercicio de conciencia frente a lo que pasa, sino que me refiero a la incapacidad de organizarse colectivamente para enfrentarnos a los culpables del problema. Nos cuesta encontrarnos con los comunes para demandar lo justo, porque hoy celular les da el grito pero los deja en el silencio. (O)