Seguridad en tiempos de cólera

Paco Moncayo Gallegos

El Ecuador ha vivido 11 días de violentas manifestaciones, desatadas con el claro objetivo de alterar el ordenamiento democrático y deponer al Presidente de la República, aprovechándose del entendible malestar social por la supresión del subsidio a los combustibles, además del alto desempleo y pobreza que agobia a grandes segmentos de la población urbana y especialmente a la rural.

Fueron días de cólera desbordada, especialmente en Quito que vio sus calles, parques y plazas convertidas en verdaderos campos de batalla, entre grupos ajenos a toda idea civilizada de protesta, a toda ley y toda norma moral, enfrentados a las fuerzas del orden empeñadas sin éxito en defender los bienes públicos y el orden social del desafuero destructor que no respetaba nada, ni siquiera el patrimonio histórico admirado y reconocido como bien cultural de la humanidad.

El odio, como una pandemia, contaminaba los cerebros y corazones de los violentos. El discurso incoherente, inflamado e irresponsable proclamaba el rompimiento del orden democrático, la destrucción de servicios básicos, la siembra del caos… Y la población sitiada, paralizada por el miedo. Detrás de estas escenas de agresión, horror y pánico, conspiraban los politiqueros oportunistas, particularmente aquellos que destruyeron la economía nacional y la moral pública, en el mayor desate de corrupción que haya conocido la sociedad ecuatoriana.

Y lo verdaderamente preocupante de esta situación: un Estado arrinconado, sin un sistema de seguridad eficaz para enfrentar las amenazas y riesgos que presentan en la actualidad tanto el contexto interno como el internacional. Un Gobierno inerme, sin una Inteligencia Nacional profesional y confiable; sin procedimientos reglados de toma de decisiones; sin planes estratégicos, operativos y tácticos para restablecer el orden público y la seguridad ciudadana.

Esperemos que esta amarga experiencia sirva para tomar correctivos y para no reincidir en la práctica, tan ecuatoriana, de tropezar una y otra vez en la misma piedra.

[email protected]

Paco Moncayo Gallegos

El Ecuador ha vivido 11 días de violentas manifestaciones, desatadas con el claro objetivo de alterar el ordenamiento democrático y deponer al Presidente de la República, aprovechándose del entendible malestar social por la supresión del subsidio a los combustibles, además del alto desempleo y pobreza que agobia a grandes segmentos de la población urbana y especialmente a la rural.

Fueron días de cólera desbordada, especialmente en Quito que vio sus calles, parques y plazas convertidas en verdaderos campos de batalla, entre grupos ajenos a toda idea civilizada de protesta, a toda ley y toda norma moral, enfrentados a las fuerzas del orden empeñadas sin éxito en defender los bienes públicos y el orden social del desafuero destructor que no respetaba nada, ni siquiera el patrimonio histórico admirado y reconocido como bien cultural de la humanidad.

El odio, como una pandemia, contaminaba los cerebros y corazones de los violentos. El discurso incoherente, inflamado e irresponsable proclamaba el rompimiento del orden democrático, la destrucción de servicios básicos, la siembra del caos… Y la población sitiada, paralizada por el miedo. Detrás de estas escenas de agresión, horror y pánico, conspiraban los politiqueros oportunistas, particularmente aquellos que destruyeron la economía nacional y la moral pública, en el mayor desate de corrupción que haya conocido la sociedad ecuatoriana.

Y lo verdaderamente preocupante de esta situación: un Estado arrinconado, sin un sistema de seguridad eficaz para enfrentar las amenazas y riesgos que presentan en la actualidad tanto el contexto interno como el internacional. Un Gobierno inerme, sin una Inteligencia Nacional profesional y confiable; sin procedimientos reglados de toma de decisiones; sin planes estratégicos, operativos y tácticos para restablecer el orden público y la seguridad ciudadana.

Esperemos que esta amarga experiencia sirva para tomar correctivos y para no reincidir en la práctica, tan ecuatoriana, de tropezar una y otra vez en la misma piedra.

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Paco Moncayo Gallegos

El Ecuador ha vivido 11 días de violentas manifestaciones, desatadas con el claro objetivo de alterar el ordenamiento democrático y deponer al Presidente de la República, aprovechándose del entendible malestar social por la supresión del subsidio a los combustibles, además del alto desempleo y pobreza que agobia a grandes segmentos de la población urbana y especialmente a la rural.

Fueron días de cólera desbordada, especialmente en Quito que vio sus calles, parques y plazas convertidas en verdaderos campos de batalla, entre grupos ajenos a toda idea civilizada de protesta, a toda ley y toda norma moral, enfrentados a las fuerzas del orden empeñadas sin éxito en defender los bienes públicos y el orden social del desafuero destructor que no respetaba nada, ni siquiera el patrimonio histórico admirado y reconocido como bien cultural de la humanidad.

El odio, como una pandemia, contaminaba los cerebros y corazones de los violentos. El discurso incoherente, inflamado e irresponsable proclamaba el rompimiento del orden democrático, la destrucción de servicios básicos, la siembra del caos… Y la población sitiada, paralizada por el miedo. Detrás de estas escenas de agresión, horror y pánico, conspiraban los politiqueros oportunistas, particularmente aquellos que destruyeron la economía nacional y la moral pública, en el mayor desate de corrupción que haya conocido la sociedad ecuatoriana.

Y lo verdaderamente preocupante de esta situación: un Estado arrinconado, sin un sistema de seguridad eficaz para enfrentar las amenazas y riesgos que presentan en la actualidad tanto el contexto interno como el internacional. Un Gobierno inerme, sin una Inteligencia Nacional profesional y confiable; sin procedimientos reglados de toma de decisiones; sin planes estratégicos, operativos y tácticos para restablecer el orden público y la seguridad ciudadana.

Esperemos que esta amarga experiencia sirva para tomar correctivos y para no reincidir en la práctica, tan ecuatoriana, de tropezar una y otra vez en la misma piedra.

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Paco Moncayo Gallegos

El Ecuador ha vivido 11 días de violentas manifestaciones, desatadas con el claro objetivo de alterar el ordenamiento democrático y deponer al Presidente de la República, aprovechándose del entendible malestar social por la supresión del subsidio a los combustibles, además del alto desempleo y pobreza que agobia a grandes segmentos de la población urbana y especialmente a la rural.

Fueron días de cólera desbordada, especialmente en Quito que vio sus calles, parques y plazas convertidas en verdaderos campos de batalla, entre grupos ajenos a toda idea civilizada de protesta, a toda ley y toda norma moral, enfrentados a las fuerzas del orden empeñadas sin éxito en defender los bienes públicos y el orden social del desafuero destructor que no respetaba nada, ni siquiera el patrimonio histórico admirado y reconocido como bien cultural de la humanidad.

El odio, como una pandemia, contaminaba los cerebros y corazones de los violentos. El discurso incoherente, inflamado e irresponsable proclamaba el rompimiento del orden democrático, la destrucción de servicios básicos, la siembra del caos… Y la población sitiada, paralizada por el miedo. Detrás de estas escenas de agresión, horror y pánico, conspiraban los politiqueros oportunistas, particularmente aquellos que destruyeron la economía nacional y la moral pública, en el mayor desate de corrupción que haya conocido la sociedad ecuatoriana.

Y lo verdaderamente preocupante de esta situación: un Estado arrinconado, sin un sistema de seguridad eficaz para enfrentar las amenazas y riesgos que presentan en la actualidad tanto el contexto interno como el internacional. Un Gobierno inerme, sin una Inteligencia Nacional profesional y confiable; sin procedimientos reglados de toma de decisiones; sin planes estratégicos, operativos y tácticos para restablecer el orden público y la seguridad ciudadana.

Esperemos que esta amarga experiencia sirva para tomar correctivos y para no reincidir en la práctica, tan ecuatoriana, de tropezar una y otra vez en la misma piedra.

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