Ecuatoriano, vete de aquí

Víctor Cabezas

En los últimos días un niño de seis años fue vejado en una escuela pública “venezolano, vete de aquí”, le gritaban. El horror de esa imagen me estremeció. Hacer una distinción a partir de la nacionalidad, sobre todo cuando se trata de un niño, no solo es cruel, sino absurdo y poner sobre la mesa una serie de preguntas: ¿qué significa ser ecuatoriano?, ¿celebrar un gol de la selección?, ¿apasionarnos con Julio Jaramillo?, ¿haber nacido dentro de los poco más de 200 mil kilómetros que dibujan un mapa imaginario?, ¿una bandera y un escudo?, ¿qué entendemos por Ecuador? Yo no lo sé. Y solo lanzo más preguntas, ¿quién es el otro?, ¿el migrante es el otro?

Aunque tengo un pasaporte ecuatoriano y nací en Quito, soy esencialmente un migrante. Mi familia paterna viene de la vibrante ciudad de Cali en Colombia. Mi familia materna de los fríos andes de Cotopaxi. Y si sigo indagando solo encontraré más historias de migración porque si hay un rasgo definitorio y definitivo en mi identidad –y estoy seguro que en la de la mayoría de personas– es la movilidad, el caminar, el traspasar fronteras.

La historia nos ha demostrado que los Estados que entienden esa dinámica migratoria y la valoran y potencian, adquieren enormes herramientas para el desarrollo. Estados Unidos es, fundamentalmente, un país de migrantes, el famoso “melting pot” o fundidor que tomaba lo mejor de las culturas y nacionalidades para, a partir de esa diversidad, crear una multi identidad llamada Estados Unidos.

Yo soy ecuatoriano, pero también me he ido de aquí, me iré, regresaré y no puedo imaginar que una sociedad rechace y violente esa dinámica tan humana, tan nuestra, esa historia que se expresa no en el niño venezolano sino en nuestras propias raíces. Todos, en mayor o menor medida, somos migrantes.

[email protected]

Víctor Cabezas

En los últimos días un niño de seis años fue vejado en una escuela pública “venezolano, vete de aquí”, le gritaban. El horror de esa imagen me estremeció. Hacer una distinción a partir de la nacionalidad, sobre todo cuando se trata de un niño, no solo es cruel, sino absurdo y poner sobre la mesa una serie de preguntas: ¿qué significa ser ecuatoriano?, ¿celebrar un gol de la selección?, ¿apasionarnos con Julio Jaramillo?, ¿haber nacido dentro de los poco más de 200 mil kilómetros que dibujan un mapa imaginario?, ¿una bandera y un escudo?, ¿qué entendemos por Ecuador? Yo no lo sé. Y solo lanzo más preguntas, ¿quién es el otro?, ¿el migrante es el otro?

Aunque tengo un pasaporte ecuatoriano y nací en Quito, soy esencialmente un migrante. Mi familia paterna viene de la vibrante ciudad de Cali en Colombia. Mi familia materna de los fríos andes de Cotopaxi. Y si sigo indagando solo encontraré más historias de migración porque si hay un rasgo definitorio y definitivo en mi identidad –y estoy seguro que en la de la mayoría de personas– es la movilidad, el caminar, el traspasar fronteras.

La historia nos ha demostrado que los Estados que entienden esa dinámica migratoria y la valoran y potencian, adquieren enormes herramientas para el desarrollo. Estados Unidos es, fundamentalmente, un país de migrantes, el famoso “melting pot” o fundidor que tomaba lo mejor de las culturas y nacionalidades para, a partir de esa diversidad, crear una multi identidad llamada Estados Unidos.

Yo soy ecuatoriano, pero también me he ido de aquí, me iré, regresaré y no puedo imaginar que una sociedad rechace y violente esa dinámica tan humana, tan nuestra, esa historia que se expresa no en el niño venezolano sino en nuestras propias raíces. Todos, en mayor o menor medida, somos migrantes.

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Víctor Cabezas

En los últimos días un niño de seis años fue vejado en una escuela pública “venezolano, vete de aquí”, le gritaban. El horror de esa imagen me estremeció. Hacer una distinción a partir de la nacionalidad, sobre todo cuando se trata de un niño, no solo es cruel, sino absurdo y poner sobre la mesa una serie de preguntas: ¿qué significa ser ecuatoriano?, ¿celebrar un gol de la selección?, ¿apasionarnos con Julio Jaramillo?, ¿haber nacido dentro de los poco más de 200 mil kilómetros que dibujan un mapa imaginario?, ¿una bandera y un escudo?, ¿qué entendemos por Ecuador? Yo no lo sé. Y solo lanzo más preguntas, ¿quién es el otro?, ¿el migrante es el otro?

Aunque tengo un pasaporte ecuatoriano y nací en Quito, soy esencialmente un migrante. Mi familia paterna viene de la vibrante ciudad de Cali en Colombia. Mi familia materna de los fríos andes de Cotopaxi. Y si sigo indagando solo encontraré más historias de migración porque si hay un rasgo definitorio y definitivo en mi identidad –y estoy seguro que en la de la mayoría de personas– es la movilidad, el caminar, el traspasar fronteras.

La historia nos ha demostrado que los Estados que entienden esa dinámica migratoria y la valoran y potencian, adquieren enormes herramientas para el desarrollo. Estados Unidos es, fundamentalmente, un país de migrantes, el famoso “melting pot” o fundidor que tomaba lo mejor de las culturas y nacionalidades para, a partir de esa diversidad, crear una multi identidad llamada Estados Unidos.

Yo soy ecuatoriano, pero también me he ido de aquí, me iré, regresaré y no puedo imaginar que una sociedad rechace y violente esa dinámica tan humana, tan nuestra, esa historia que se expresa no en el niño venezolano sino en nuestras propias raíces. Todos, en mayor o menor medida, somos migrantes.

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Víctor Cabezas

En los últimos días un niño de seis años fue vejado en una escuela pública “venezolano, vete de aquí”, le gritaban. El horror de esa imagen me estremeció. Hacer una distinción a partir de la nacionalidad, sobre todo cuando se trata de un niño, no solo es cruel, sino absurdo y poner sobre la mesa una serie de preguntas: ¿qué significa ser ecuatoriano?, ¿celebrar un gol de la selección?, ¿apasionarnos con Julio Jaramillo?, ¿haber nacido dentro de los poco más de 200 mil kilómetros que dibujan un mapa imaginario?, ¿una bandera y un escudo?, ¿qué entendemos por Ecuador? Yo no lo sé. Y solo lanzo más preguntas, ¿quién es el otro?, ¿el migrante es el otro?

Aunque tengo un pasaporte ecuatoriano y nací en Quito, soy esencialmente un migrante. Mi familia paterna viene de la vibrante ciudad de Cali en Colombia. Mi familia materna de los fríos andes de Cotopaxi. Y si sigo indagando solo encontraré más historias de migración porque si hay un rasgo definitorio y definitivo en mi identidad –y estoy seguro que en la de la mayoría de personas– es la movilidad, el caminar, el traspasar fronteras.

La historia nos ha demostrado que los Estados que entienden esa dinámica migratoria y la valoran y potencian, adquieren enormes herramientas para el desarrollo. Estados Unidos es, fundamentalmente, un país de migrantes, el famoso “melting pot” o fundidor que tomaba lo mejor de las culturas y nacionalidades para, a partir de esa diversidad, crear una multi identidad llamada Estados Unidos.

Yo soy ecuatoriano, pero también me he ido de aquí, me iré, regresaré y no puedo imaginar que una sociedad rechace y violente esa dinámica tan humana, tan nuestra, esa historia que se expresa no en el niño venezolano sino en nuestras propias raíces. Todos, en mayor o menor medida, somos migrantes.

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