El valor de la palabra

Se suele olvidar el gran valor de la palabra. Se conoce a las personas por lo que dicen. La palabra nos define, en la cualidad y en la forma. Es un patrimonio que sirve para decir verdades o mentir. Tanto es su valor que, por mucho tiempo, no hicieron falta contratos ni acuerdos escritos: “la palabra bastaba”, decían.


Aunque parecen solo sonidos que salen de la boca, la palabra es más que definiciones en el diccionario. Es vital para la existencia del ser humano, su fuero íntimo y la forma de presentarse ante los demás.


También depende de quién la dice. Si quien se expresa tiene un lugar de jerarquía, entonces aumenta su significado. En el tiempo actual nos han acostumbrado a una palabra estridente.


Frecuentes las frases grandilocuentes y rimbombantes en nuestros escenarios políticos y la propaganda que las amplifica. Declaraciones para quedar bien con el amigo boliviano, tienen diferente peso en otro interlocutor. Apoyar a un país con un diferendo con un tercero genera reacciones que llegan al nivel diplomático, como pasó en la reciente visita presidencial chilena.


“Cuiden la credibilidad del presidente, que es el tesoro más grande que tiene esta revolución”, decía el mandatario en su enlace 441, desde Puerto Limón. Agregaba en el enlace 445, desde Quito: “Un fundamento de esta revolución es la credibilidad del Presidente. Lo que dice el Presidente es sagrado”.


¿Qué es sagrado? Aquello “que está dedicado a una divinidad o a su culto o que está relacionado con esta divinidad, con la religión o con sus misterios”. También es algo “que merece un respeto excepcional y no puede ser ofendido”, según el diccionario. Cuidado con hacer de este otro motivo del culto a la personalidad del líder (ya excesivo en el manual oficial de propaganda).


Y la palabra, de tanto decirla, contradecirla, negarla o refutarla, empieza a desgastarse por el temperamento de cada persona. Depende de quién la dice para que la palabra tenga valor, “sea sagrada” o tenga “credibilidad”.


Por consiguiente, la palabra tiene un poder inimaginable. 1.780 horas de enlaces semanales equivalen a 74 días de hablar sin parar. Y las posibilidades de cometer excesos o dislates se amplían y ponen en entredicho el don preciado de la palabra y de quien la pronuncia.


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