El Senado y el dictador

Cuentan las viejas crónicas romanas que Cayo Julio César, de familia noble pero más bien pobre, ascendió poco a poco en la estima del pueblo con el aprovechamiento de diversos cargos ejercidos por él. Pero también narran que sin la complicidad del Senado (algo así como nuestro antiguo Congreso Nacional, ahora llamado Asamblea) jamás hubiera acaparado el poder total. En sus obras César se presenta a sí mismo no solo como hábil general sino como excelente administrador, muy amado por todos los romanos, lo cual es verdad a medias. Lo cierto es que inició la última etapa de su carrera hacia el poder total con el rompimiento de algunas leyes, por ejemplo no licenció a sus tropas al cruzar el río Rubicón, por eso en Roma contaba con una guardia armada de dos mil soldados, con el pretexto de que sus enemigos buscaban asesinarlo.


También en contra de las leyes se presentó como candidato a funciones electivas, sin haber renunciado a las que ya ejercía, de tal manera que acaparó todo el poder. Esta violación de las leyes fue posible gracias a la sumisión del Senado, pues sus miembros acataban las disposiciones de César sin reclamar el respeto a la ley. Por ejemplo, se le nombró dictador perpetuo, en evidente desprecio a las normas y a la tradición, pues los dictadores solo se nombraban en caso de extremo peligro para la República y para un periodo de no más de seis meses. En un momento dado el servilismo de los senadores llegó al extremo de entregarle de manera pública un decreto en que se le conferían todos los honores posibles. César fingió no hacerles caso. Pero la ceremonia se había realizado y el tirano no renunció a sus poderes omnímodos.


Varios senadores y patricios romanos se opusieron a César al constatar su ambición desmedida y en defensa de las libertades republicanas, entre ellos Marco Porcio Catón, llamado de Utica, porque allí murió. Poco antes de nuestro primer intento de independencia en 1809, un grupo de jóvenes puso en escena una tragedia sobre este héroe, de Joseph Addison. Los quiteños entendieron muy bien a dónde iban los dardos.


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