Ser para la vida

Carlos Freile

Las filosofías existencialistas definían al ser humano como “ser-para-la-muerte” y afirmaban que una muerte absurda venía a ser el colofón ineludible de una vida absurda. De igual manera las visiones materialistas de la naturaleza humana ponen a la muerte del cuerpo como el fin de toda la realidad personal. Para los creyentes en la revelación cristiana, entre ellos los católicos, la existencia está llena de sentido. Aceptamos la muerte como algo natural, pero también sobrenatural, con un sentido de tránsito, de paso; creemos que después de esta vida nacemos a otra. Ello nos libra del sentimiento de huída, de ese anhelo de esconder la vigencia de la muerte que se apoderó de nuestra cultura cuando perdió sus raíces cristianas.


La auténtica visión de la muerte en nuestra creencia nos permite también evitar el pensamiento de ver en la muerte tan solo una liberación de los males temporales. Como escribe Ignace Lepp, “por el contrario, es la certeza de la muerte lo que me permite escapar a la trivialidad cuotidiana, lo que da a mi existencia la intensidad indispensable para que sea auténtica”. Esa “intensidad” proviene de nuestra profunda convicción de que la vida es un don del amor de Dios; por ello el sentido de esta vida terrena se alcanza cuando se la llena de ese mismo amor dirigido a quienes viven con nosotros, por nosotros, en nosotros, para nosotros, mientras actuamos de la misma manera con ellos.


La conciencia inveterada de la muerte, el saber de su esperarnos a la vuelta de cada esquina de la vida nos lleva, o nos debería obligar, a vivir cada instante en la persecución anhelante de la autenticidad del amor, del amor de entrega. Conforme pasan los años la vejez me convence de que el mayor fracaso, o tal vez el único, consiste en no saber amar. Si pudiera volver a vivir desearía haber amado más, haberme entregado más, para así llegar a la muerte con las manos llenas, con el corazón feliz, espero en Dios pasar a la otra vida sonriendo a quienes me esperarán y bendiciendo a quienes dejaré, en hondo decir de San Agustín.