Mar sin olas

Daniel Márquez Soares

En nuestro léxico político la palabra ‘ola’ suele repetirse tanto que, por momentos, parece que nuestros políticos fueran surfistas. Hemos vivido la ‘ola neoliberal’, la ‘ola privatizadora’, la ‘ola socialista’, la ‘ola neopopulista’ y muchas otras; todas ellas, términos que aspiraban a definir el momento político del continente. Inevitablemente, toda nueva corriente de moda que se alzaba, en el norte o en el sur, terminaba barriendo también nuestro tablero político.

Como buenos latinoamericanos, parecemos condenados a volvernos caricaturas de ideas ajenas, esa repetición de la historia a manera de farsa de la que hablaba Marx. Así, tuvimos nuestros Reagans, rudos, osados y vacíos, en la época en que ese estilo se puso de moda. Nos volvimos, de la nada y de forma innecesaria, desmanteladores compulsivos del Estado cuando el neoliberalismo era lo más sonado. La Guerra Fría no había sido tan íntima ni personal para nosotros como para que nos sumáramos de esa manera al frenesí de la victoria, pero, como siempre, no pudimos resistir las tentaciones de subirnos a surfear la ola para luego desbaratarnos.

Lo mismo sucedió con la otra ola, la socialista del siglo XXI, que nos golpeó durante la última década. Algún día historiadores y psiquiatras llegarán a un consenso que explique por qué Correa y su gente intentaron ser más papistas que el papa y terminaron comprando modas intelectuales y pleitos ajenos que jamás le interesaron a sus mandantes. No pudieron resistir la tentación ante la ola.

Por primera vez en décadas, el mar político de la región parece tranquilo, sin olas de moda que enloquezcan a políticos e ideólogos. No hay publicista ni relacionador público capaz de salvar la imagen de un socialismo latinoamericano del siglo XXI que resultó ser un mero fiestón cleptómano derrochador de materias primas.

Tampoco es posible ya entusiasmarse ante las fanáticas corrientes libertarias que venían desde el norte, cuando esa escuela de pensamiento ha terminado secuestrado por un mandatario demente, racista y soberbiamente ignorante. Finalmente, parece que tendremos que buscar nuestras propias respuestas.

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