Ardiendo en fuego

Era apenas un niño, cuando de la mano de un tío me subí por primera vez a un tren con rumbo a San Lorenzo. Antes de partir vi a un hombre que con un martillo golpeaba las ruedas. Le pregunté a mi tío por qué lo hacía. Me contestó que era para asegurarse de que no había ninguna rueda rota, pues cuando el metal se quiebra su sonido es diferente. A lo largo de nuestra vida quizá corremos como el tren y los años van pasando sin percatarnos de ello. Y claro, nos vamos desgastando, como las ruedas del tren se desgastan con el inexorable devenir del tiempo. Nos acostumbramos al movimiento y al ruido y quedamos aletargados. Pero las ruedas siguen dando vueltas y vueltas, desgastándose por el paso del convoy y el roce sobre los raíles. Esto amerita revisión frecuente para prevenir un mortal accidente.

Cuando se abren las puertas del corazón, cuando hay consentimiento, es cuando obra el Espíritu Santo, como un signo del amor de Dios que se derrama en nuestros corazones, como un viento que renueva el aire viciado y siembra un aliento de libertad.

Así nació el opúsculo “Ardiendo en Fuego” que se presentó el jueves pasado en la Casa de la Cultura Núcleo de Imbabura y que se inscribió en la colección Tahuando con el N° 248. Cada tema que se aborda, como aquel hombre de la estación, golpea con el martillo, no tanto para arreglar las ruedas del ferrocarril de la vida, como para que te percates de que no están rotas, de que en tu vida no hay nada que suene a falso, a deforme, a gastado, porque sencillamente llevas al Espíritu Santo, el dulce huésped del alma, que sabe dar el golpe en el lugar exacto, si permaneces abierto a los toque de su gracia. Si la lectura reposada de cada tema te toca el corazón, será porque el Señor y Dador de vida toca tu alma, usando el martillo de tu propia conciencia.