Reina de la soledad

Se cuenta que en Jerusalén existe una comunidad religiosa que concurre todos los días al Monte Calvario para darle gracias a Dios por la madre que nos ha dejado. Y es que allí en el Gólgota resuenan las palabras de Jesús: “He ahí a tu madre”. Esa madre que contempló la desgarradora escena de la muerte de su hijo.

Cuántas madres han visto morir a sus hijos, ¿quién podrá describir lo que pasa en aquellas almas, lo que en aquellos corazones se muere? Si ellas también pudieran morirse en esos instantes… Si pudieran acompañar al sepulcro al hijo de sus entrañas. Pero no, es menester que vivan… y las pobres van por el camino de la vida suspirando por sus hijos, llevando en su corazón heridas desgarradoras que no suelen cicatrizarse fácilmente.

Sólo ellas llevan en su corazón a los hijos de la expectación: pródigos, ausentes, desinteresados, miedosos, adúlteros, ignorantes, superficiales, mediocres. Ante la madre no cabe la repulsa del pródigo que se aleja arrogante y descontento, de la hija que ha fracasado y que sigue por senderos equivocados, implorando el amor de un hombre comprometido, que sólo busca su cuerpo y el placer. Es el pródigo el que la envejece, el que la conduce implacablemente a la muerte, el que la avejenta, la gasta, la destruye. ¿Por qué entonces deplorar las arrugas, la fealdad, la vejez y no hacernos nosotros el mea culpa de ese latrocinio de su figura? ¿Cuántas madres experimentan una soledad asfixiante por el abandono de los suyos? Ellas son el eco de la soledad de la reina de las soledades.


Hoy, volvamos nuestro ojos a María, unamos nuestra soledad a su soledad, nuestras penas a las suyas. Cristo ha muerto, pero como albacea de su morir nos ha dejado la esperanza de su gloriosa resurrección. Mañana glorifiquemos al vencedor inmortal.