La moralina

Franklin Barriga López

En tiempos de la posverdad, como son los actuales, prolifera la simulación, es decir la presencia de argumentaciones que no están ratificadas por la práctica de quien las proclama.

El campo propicio para esta clase de comportamientos es, sin duda, el político, en donde los populistas emplean todo tipo de falacias con el fin de alcanzar el poder, sin inmutarse por los ofrecimientos que, con exuberancia, realizan cuando están en campaña electoral y que, cuando han logrado su objetivo, sencillamente y hasta con cinismo no cumplen, dentro de la generalizada demagogia que impera en esos ámbitos de oscuridades y turbulencias.

En esta línea no siempre recta, la moralina ronda en los discursos de políticos y politiqueros, lo que suena a sarcasmo en un medio devorado por la corrupción donde la credibilidad de los representantes públicos, salvo excepciones, está por los suelos, luego de una década de embustes y latrocinios. En la antigüedad se decía hay que predicar con el ejemplo, de lo contrario las palabras caen en el vacío, por cuanto no existen realidades que las sustenten y más bien, en no pocas ocasiones, demuestran lo contrario.

Bien ha hecho el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en definir a la moralina como moralidad inoportuna, superficial o falsa. Emplean este recurso quienes se valen del engaño para conseguir fines encubiertos, ocultar sus propios defectos o atacar a los demás, especialmente a los que quieren hacer daño. Lo peor del caso es que a esas manifestaciones se las presenta con postiza naturaleza ética, por lo que la picardía se vuelve doblemente latente y perjudicial.

Otra cosa es cuando los valores y principios son evocados para su vigencia por gente respetable y proba, alejada del manoseado recurso de la moralina.

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