El descredito

Vergüenza no es ser pobre, corrupto si, lo demás es meritorio”. Sin estas palabras pero con pleno festejo de su sentido, los grupos dominantes de estos años han impulsado la operación. Siempre ha sido así porque, ni caso tiene insistir, la única verdadera mancha es la pobreza. Un empresario neoliberal saqueador localiza sus nuevas actas bautismales cada que adquiere o inaugura otra empresa, obtiene una resolución favorable de algún juez íntegro y vaya que los hay, acrecienta su colección de amparos que no le desamparan ni de noche ni de día, se asocia, acto seguido, con otros de su especie y el día que anuncian la fusión de empresas invoca ante los medios su calidad moral que sella la seriedad de sus propósitos, el desafiar a los que todavía creen en la justicia, los robolucionarios de las primeras décadas del siglo XX, el grupo en torno al presidente que tomaba cursos de caligrafía para darse prisa en la firma de contratos, los gobernadores asociados y casi siempre fraccionadores y talabosques ellos mismos, los funcionarios y contratistas que se daban y se dan tiempo de otra chamba y eran o son simultáneamente funcionarios y contratistas, los funcionarios que otorgan permiso de construcción a partir de una certeza: lo que tiene que caerse se derrumbará, los legalizadores del robo de tierras, los que privatizan las playas, los que arman fraudes como maravillas de la Antigüedad.

La impunidad de los ricos nos hace más porque nos hace más sufridos y aguantadores. Menciono ejemplos recientes, y no por el afán de promoverlos que ni falta les hace, pero todo lo compensa el aura triunfal, esa sensación de que la ley les hace lo que el viento a las finanzas, lo que el viento a las comidas en, si el dinero es la medida de todas las cosas, entonces por favor, ustedes los críticos y los promotores de las denuncias, sepan que nomás no la hacen. Si se fijan bien, la mala fama es casi la única fama disponible en la cumbre.