A pulso de manos ibarreñas

POR: Germánico Solis

Se ha apuntado que la construcción de las edificaciones luego de la fundación de la astral Villa de San Miguel de Ibarra, no fue cuerpo simple, se erigieron con características de azófares fantásticos, donde las prestaciones personales fueron decisivas. Las techumbres de la casas eran partidarias de la honra y gloria, las manzanas de la ciudad perfectas, calles y trasversales delimitadas, avizorando leyendas e historias descomunales. Estuvo imaginada la plaza central, instalaciones administrativas, la catedral, para ese entonces la villa contaba 280 habitantes.

Más, en el imaginario actual, algunos hechos se inquieren cubiertos por una tupida gasa tejida por el tiempo, realidades asombrosas que son para quitar el habla, se aprueban como si fueran ocurrencias de fabuladores. Prueba, los techos de las casas en el naciente villorrio, en su mayoría, eran hechos con paja traída de los páramos de nuestras montañas, mientras las piedras se reservaban para bastimento de templos. El agua para la provisión diaria se recogía de albercas o vertientes, el Tahuando era fuente que satisfacía a la alimentación, aseo y menesteres del pequeño verso de moradores, protegidos por su inquebrantable pertenencia y gracia de Dios.

Las manos lugareñas y el brazo de quienes se establecieron en este refulgente suelo, forjaron el bendecido devenir. El buen nombre cincelaron los alpargateros, albañiles, olleros, agricultores, arrieros, herreros, carpinteros, sastres, bordadoras, hortelanos, talabarteros, comerciantes, médicos, abogados, militares, clérigos, plateros, maestros de obras, maestros educadores, artistas e innúmeros personajes anónimos de los ateneos.

Traspuesto el terremoto de 1868, la desafiante urbe se ve ancha, con batallares hidalgos, también con derrotas que son fragores para la conquista de definitivas coronas, el mundo admira a la Ibarra pujante, victoriosa en viaje al honor, con prestigio luminoso, trabajo del músculo e inteligencia de hijos y ahijados creadores de la ibarreñidad. Limada la herrumbre que corroe a asomos oscuros, el porvenir de Ibarra es invencible, irreversible en el luminoso esplendor de la historia del Ande.