Juan Aranda Gámiz
Nos sentamos en un sillón del parque junto a una persona de otro color de piel y lo creemos diferente, pero al entablar un diálogo reconocemos nuestra ignorancia, disfrazada de racismo.
Encontramos a una adolescente paralítica en su silla de ruedas, quien nos mira con la rabia de una luchadora por sus ideales y derechos y nosotros, ni aún con dos piernas, lideramos ni abanderamos luchas con tanto ahínco y pasión.
En el ancianato conversamos con un abuelo abandonado y lo sentimos diferente, pero al levantar su cabeza, tomarnos de la mano y sentarnos a su lado, confiándonos secretos de su vida, entendemos que estos bien podrían ser también nuestros.
Hay quien no puede regresar a su casa porque vive en la calle y, al pasar, miramos hacia otro lado con miedo, porque pensamos que hay diferencias notables entre ambos; aunque vistan, vivan, caminen y luchen por sobrevivir igual que nosotros.
Sentamos a nuestros hijos al lado de otros con apellidos entroncados en las raíces indígenas más ancestrales y los olvidamos por diferentes, pero no puede haber diferencias cuando se comparte territorio y una historia viva común.
Invitan a nuestros hijos a una reunión donde acuden hijos de migrantes, como todos hemos sido en algún momento de nuestras vidas, y nos excusamos porque ahí vemos diferencias y lo único que debiera existir es un sentimiento de solidaridad que nos haga a todos iguales.
Rezamos, con las manos extendidas y palmas hacia arriba, considerando diferentes a quienes se golpean el pecho o hacen genuflexiones, pero todos estamos orando, cada quien con su alfabeto y sus signos de ortografía.
Creo que no somos diferentes en nada, aunque queramos establecer barreras para sentirnos más distantes, y algunos vean más diferencias que semejanzas. (O)