Manual básico para un mitin

Pablo Vivanco Ordóñez

Silencio absoluto. Los murmullos de los congéneres cesan, las manos intrigadas sudan, se entrelazan, las hieren con las uñas, piensan, dudan, vuelven a especular de las encuestas, el miedo cunde, vuelven a pensar en la campaña, comentan de lo que repite su propio círculo y, todos convencidos, se sienten ungidos para consagrarse con el favor popular.

Vuelve el silencio. Llega al estrado, confiado pero con las piernas tambaleantes, remilgado como apunta la etiqueta, y recuerda siempre: debes parecerte a la gente de a pie, le dicen, no uses lentes porque necesitan mirarte a los ojos, y si los usas que sean lo más discretos. Le vuelven a insistir: sonríe siempre, no te topes la cara con las manos, saluda, abraza, besa a quien se te acerque, muéstrate confiado, alegre, ya vas ganando, vas primero, dos puntos porcentuales por encima de todos.

Lo presentan, aplauden al unísono, se ondean las banderas. Ahora sí, llega la figura fantástica, el prototipo ideal, la próxima autoridad, el más probo, la más proba, quien sabe lo que habla, ya tiene experiencia, dicen; y, del otro lado, repiten lo primero, lo segundo, pero apuntan que es sangre nueva, necesitamos nuevas ideas, los mismos de siempre requieren su propio espacio, con los suyos, dicen. Todos limpios, útiles, solo ellos, nadie más está autorizado para dirigir la ciudad.

Se pone cómodo, lo presentan, toma agua…ahora va. Inhalación fuerte, exhalación entrecortada, mirada fija en quien lo mira, acelera la sangre, se agitan los nervios, la boca titubea, tartamudea su memoria y su conciencia. Temple los nervios que aquí se gana la campaña, candidata/o.

El silencio no se ha turbado, retumban las consignas, bombas panfletarias con la retórica demagógica inicia. Cada tres minutos se enciende la música propia de la tienda política, las palmas vuelven a su rumbo, nadie escucha lo que dice porque ya se lo saben de memoria. Ya nadie va a mítines ajenos, señor. (O)

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