No hay mensajes desinteresados

Juan Aranda Gámiz

Acostumbramos a leer mensajes que suenan ‘a gloria’, cargados de buenas intenciones y con una sintaxis perfecta, de las que despiertan un interés por seguir sus pasos.

Nos dejamos acariciar por el aire fresco de los halagos y sentimos el alivio de cualquier piropo, porque esperamos el suave toque –a nuestro favor- después de un trastocado revés dialéctico.

Y, como si fuésemos esponjas, aceptamos la simple humedad de cualquier mensaje y nos empapamos de “verdades a medias” y luego las defendemos como “principios de fe”.

En su gran mayoría, los mensajes surgen de propuestas camufladas, armadas con una estructura que fue ideada para arrastrar, convencer, seducir para la compra o vender falacias que sólo calan en espacios de razonamiento poco construidos y desarrollados.

Todo mensaje tiene un contenido y nuestra tarea, más allá del compromiso que con posterioridad generemos, es analizarlo visualizando su impacto y manteniendo siempre la objetividad necesaria para extraer conclusiones válidas.

Aprovechamos las redes sociales para evitar el diálogo, el único que permite armar un sustento que soporte nuestras apreciaciones y malestares confusos, por lo que siempre estaremos abocados a aceptar cualquier mensaje como cargado de “una verdad absoluta”.

El rol de “ciudadano” implica presentar actitudes que generen un ejemplo a seguir y éstas se edifican con momentos de reflexión previos a su aceptación, los que nos adelantarán si somos cautos o prudentes, pues de nuestras verdades aceptadas se seguirán organizando las vidas de otros que confiaron en nuestro caminar.

“No hay mensajes desinteresados” y, si los hubiese, se precisaría de tiempo para analizarlos y desmenuzar sus verdades, desde el respeto y la verdad que –se asume- deben guardar y atesorar en sus renglones. (O)