Salgamos de la retaguardia

Juan Aranda Gámiz

Se acostumbra a vivir agazapado, como fiera hambrienta, esperando el salto inexperto para correr tras la presa y hundirle los colmillos en el cuello, agotando sus deseos para verle desfallecer.

Hay quien opina que el mejor ataque podría ser el asedio constante, en sigilosa espera de un paso en falso, estudiando los movimientos y los hábitos, las renuncias y las respuestas frente a las amenazas.

En muchas ocasiones nos miramos al espejo, aparentando reflejar un ser humano delicado y ansioso para salir a vivir la vida, pero las ambiciones transforman los deseos y somos capaces de acosar a quien sale a la misma hora, porque pensamos que la calle sólo es nuestra.

Cuando se pide opinión sobre un tema –en particular- esperamos el criterio de todos y nos reservamos el derecho de aportar, porque entendemos que callar es prudente, manteniéndose el silencio prudente hasta que la opción mayoritaria fracasa y es entonces cuando salimos de la retaguardia para contraatacar.

Caminamos dando la impresión que no escuchamos, pero vivimos atentos a los comentarios y dimes y diretes, almacenando las voces perdidas en un baúl “sin nombre” que más tarde vaciamos cuando creemos que es el momento oportuno.

Vivimos almacenando –compulsivamente- las miradas que pensamos desviadas y las afirmaciones que consideramos imprudentes, para que cuando salten las oportunidades seamos capaces de salir de la retaguardia y devolver “ojo por ojo y diente por diente”.

No es complicado ser franco y reconocer las virtudes y habilidades de los demás, anteponer el bienestar del otro al propio y luchar en primera línea de batalla, abandonando la recalcitrante retaguardia, donde sólo se cobijan los cobardes. (O)