CARLOS CONCHA JIJÓN
No nos equivocamos cuando decimos que el manto terrorífico de inmoralidad que envuelve a la colectividad, está causando daños irreversibles, puesto que se desvirtúa la senda por la que debemos progresar con una conciencia clara y definida con principios loables impregnados de dignidad. Nadie puede negar que la corrupción haya desarrollado tentáculos como raíces, que se extienden a lo largo y ancho del país, sustentada por grandes monstruos que se desenvuelven impertérritos dentro de la sociedad sin rubor, nutriéndose escandalosamente de bienes, generalmente del Estado, como también de particulares.
Son lindas las flores que brotan de los labios de muchos funcionarios, que al posesionarse en determinada función hacen gala de ostentación de moralidad, para terminar por encarrilarse en el tren de la corrupción, novela que se repite una y otra vez, llevándonos a manifestar equivocados o no, que la corrupción ha sido eterna. Creo debe programarse acciones de combate a la corrupción, como un grito moralista de guerra y esperanza, para que penetre eficazmente en la conciencia nacional estableciendo una lucha frontal que impida que los malabaristas del delito logren persuadir a jueces y fiscales en Cortes y Juzgados, librándolos de una sentencia condenatoria.
Bien sabemos que el combate a la corrupción no debe darse a través de un grupo de personas, pues, es un requisito indispensable que involucre a toda la colectividad con decisión de conseguir un verdadero cambio en la manera de pensar y ejercitar acciones determinantes dirigidas al bien común. Las leyes dentro de su flexibilidad, deben ser un poco más rígidas, sin que se llegue a extremos, pues, pasar una línea imaginaria más allá de lo determinado por las leyes, se estaría lesionando los derechos y libertad de la colectividad.
Debemos pensar siempre en un cambio de conducta con una visión que permita al pueblo ecuatoriano mirar el renacer de una nueva sociedad con credibilidad y confianza en sus instituciones.