La esperanza no duerme

Juan Aranda Gámiz

Acostumbramos a empezar la casa por el tejado y pretendemos que todo esté hecho antes de plantear un posible diseño, porque la inmediatez es una constante en nuestras vidas aceleradas y deseamos cobrar antes que satisfacer “por adelantado”.

Y cuando esto ocurre nos rodeamos de un aura de desesperación, motivada por los imprevistos y las prisas, fruto siempre de la desorganización de ideas y el contraste entre la propuesta y los resultados.

Es importante recargarnos de esperanza, en cada mañana y con bastante apremio, a fin de tolerar los avatares de la vida, sorteando las dificultades con un cuarto de kilo de ese polvo mágico que no se puede comprar y sí desarrollar, que es “saber esperar, confiando en nuestras capacidades, para dar respuesta a la visión del otro”.

Pero nos olvidamos de la esperanza cuando dormimos o en las discusiones fervorosas, creyendo que está dormida y no escucha nuestro reclamo más solvente.

La esperanza no duerme y siempre se mantiene atenta a las verdades escondidas y a la necesidad de respuestas, a las condiciones más humanitarias y en los rincones más inesperados.

Un minuto de saludable espera es recomendable en los segundos más convulsos de nuestra historia, cuando precisamos adoptar una decisión o reiniciar un camino pedregoso.

Y la esperanza no sólo se lanza, como un piropo, para que otros la recojan, sino que se manifiesta para que los demás vean nuestra calma interior, lo que siempre surgirá cuando hayamos empezado la casa por los cimientos.

Vivir esperanzado no es perder el tiempo ni malgastar las palabras. La esperanza siempre será una garantía de éxito, siempre y cuando las condiciones de cualquier batalla se expliquen con el humanismo de quienes sellan una relación desde la verdad, que es el único camino asegurado para apoyar el bien común. (O)