Laurinés Dávila

POR: Luis Fernando Revelo

Laurinés Dávila fue un robusto roble, un pámpano florido de la gens ibarreña. La conocí cuando se desempeñaba como Secretaria de la añorada Dirección Provincial de Educación de Imbabura y luego como colega de docencia en las prístinas aulas del glorioso “Víctor Manuel Guzmán”. Maestra en el concepto señero del término. Allí le veíamos en la cátedra, desbordando su Contabilidad en clarísimo torrente, echando mano de las cuentas claras, matizando sus enseñanzas con la vivencia de los valores inmanentes de la rectitud, la probidad, la honestidad, la dignidad y la sinceridad en toda circunstancia.

Lauritainés como cariñosamente la llamábamos en los círculos amicales, fue una mujer múltiple en su vida. Coleccionista de alta valía. Su casa, un museo de sus miniaturas, eran sus perlas finas de las que nos habla la parábola del Evangelio, haciendo lo indecible por adquirir aquello que ella consideraba de valor inestimable. Brillante fue su inteligencia, sorprendente su talento, unidos a su ingénita modestia y esa clarividencia para justipreciar el valor de los demás. Cuando arreciaba la crítica malsana, cuando arreciaban las injusticias, su espíritu tenía un temple superior, a despecho de la maleza que suele amontonar el tráfago de la vida.

La segadora implacable ha cortado el hilo de su existencia. El Señor se la lleva pasado el mediodía de su vida, ese período de madurez por el oro crepuscular del sol que va rumbo al poniente, en que la vida adquiere la plenitud de su fruto sazonado.

Nuestra ferviente plegaria al Todopoderoso por el eterno descanso de su alma. Que revivan la gratitud y la veneración debidas a su memoria y que su tumba se cubra con frescas flores de la tierra, símbolo de las inmortales que serán su corona de inmarcesible gloria.