Día de soledad

POR: Luis Fernando Revelo

Se cuenta que una madre no tenía más que un hijo, el heredero de la corona y la única esperanza de un pueblo. A los nueve años es víctima de una mortal enfermedad y el niño empieza a languidecer. En todas las iglesias gemía el órgano modulando salmos de misericordia. Era la fiesta de Corpus y la procesión debía pasar delante de la verja de la regia morada. La madre viendo desvanecerse toda esperanza humana, hizo acostar al niño en un cochecito y le condujo hasta a la verja. Apareció el sagrado cortejo. De rodillas oraba la reina y el niño juntó sus manecitas. Una imponente cruz rodeada por los niños del coro, revestidos de roja sotana y blanca sobrepelliz, avanzaba en medio del sonido de campanillas y nubes de incienso. Del palio de franjas de oro salió el presbítero, levantó la Custodia dándoles la bendición. Entonces se desbordó el corazón de la madre y cogiendo con las dos manos a su hijo, lo levantó bien alto, ante Jesús-Eucaristía clamándole sanación. Ya en su soledad la madre se dio cuenta que a su principito Dios reservaba mejores destinos que las fragilidades y tristezas de un trono terreno. No hay palabras que puedan describir el atribulado corazón de una madre que ve a su hijo morir.

María, la madre de Jesús, también contempla a su Hijo en medio de inconcebibles dolores y agonía de muerte. Sábado Santo, día de oración y de soledad, ¿dónde están los discípulos?, ¿dónde están aquellos que fueron sanados milagrosamente?

De la Madre Dolorosa han aprendido los apóstoles, los mártires y los cristianos de todos los tiempos. En la escuela severa de la Cruz hay que cursar con María para imitarle en su heroica obediencia, en el recio y acerado temple de su paciencia y cuando nos invada el soplo helado de la muerte, invoquemos a la Madre inmolada a los pies de la Cruz.