La dama vendada de la balanza

Carlos E. Correa J.

Recuerdo que, de niño, vi un cuadro en el que estaba una dama de pie, con los ojos vendados. En su mano izquierda sostenía una balanza de dos platillos y, en su mano derecha, una espada. Mi padre me dijo que se trataba de la Justicia. Yo pensé que ella no debía tener miramientos con nadie. Y que sus decisiones debían obedecerse a rajatabla.

En el Diccionario de la Lengua Española se lee la definición de justicia: “Una de las cuatro virtudes cardinales, que inclina dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”.

Y, bueno, ahora como abuelo, cuando toca repartir una torta de cumpleaños, siento que no actúo de acuerdo a esta definición de justicia. Porque cuando mis nietos quieren una porción más, y ya está repartida la torta, tomo una parte de lo mío y les participo, a pesar de que soy goloso y me encanta el dulce. Y estoy seguro de que ningún abuelo es justo.

¿Qué es lo que me empuja a inclinar la balanza hacia un lado? ¡Es el amor que se superpone a mi razón y que me destapa uno de mis ojos para ver a quién le doy más! ¡Es el amor trascendente que anula mis decisiones preestablecidas y me lleva a actuar de otra manera!

¡Cuántas ocasiones he sido un justiciero! ¡He querido que se aplique la ley con todo el rigor, para que no sea transgredida y para que se siente precedentes!

Pero, hay una virtud que sobrepuja a la justicia, y es la misericordia. Es esa virtud que me permite, como juez, rebajar la condena en beneficio de la persona que ha contravenido la ley. Porque lo primero que tiene que interesarme es la persona y no la ley. Las leyes se hacen para beneficio de las personas y no al revés.

Entonces, cuando vaya a pintar un cuadro alegórico sobre la justicia, voy a dibujar a la dama con un solo ojo tapado y, en su mano derecha, en vez de la espada, ¡un corazón de carne! (O)

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