En estos días aciagos hemos visto imágenes, tanto en la TV como en los diferentes medios personalizados, que nos han chocado duramente.
La primera: una turba de decenas de personas pertenecientes a una marcha reivindicativa indígena asaltan una fábrica y se roban productos.
La segunda: dos o tres personas de la misma marcha tratan de dañar vehículos de otra empresa; una voz autoritaria en el fondo increpa a sus trabajadores: ”¿Quién les dijo que podían trabajar? ¡Tienen dos minutos para salir!”
La tercera: en una de las manifestaciones contra las medidas protagonizada por los mismos, un agitador lanza proclamas incendiarias: este individuo no tiene ni fenotipo, ni dicción indígena.
La cuarta: en otro lugar un manifestante ataca a un policía, le arranca el casco con las manos, el guardián del orden no se defiende a pesar de estar equipado con el uniforme antidisturbios, se cae, fin de la imagen.
La quinta: calles, paredes, etc. del Centro Histórico de Quito casi despedazadas por vándalos de las manifestaciones gremiales.
A partir de estas imágenes, a las cuales se podrían añadir otras, caben algunas constataciones, resumo solo un par: en las primeras escenas no aparece ningún dirigente que trate de detener el saqueo, como tampoco miembros de la fuerza pública. Los dirigentes hablan de infiltrados y de que algunos han sido identificados y se les aplicará la justicia indígena.
Inquietudes básicas: ¿Quiénes organizan marchas o protestas, por más legítimas que estas pudieran ser, no son responsables de los desmanes ocurridos a consecuencia de ellas? ¿Quién debe pagar los daños a los perjudicados, ya sean particulares o públicos?
Los ecuatorianos debemos pagar la orgía de la década cancerígena, y sobre eso ¿también deberemos hacer frente a los gastos provocados por desmanes que son auténticos delitos? ¿No suena a hipocresía llamar a resistencia y luego desconocer la responsabilidad de las consecuencias de ella? ¿Somos o no somos los ecuatorianos iguales ante la ley? ¿Todos? Quedan muchas preguntas (y amargura) en el teclado.
En estos días aciagos hemos visto imágenes, tanto en la TV como en los diferentes medios personalizados, que nos han chocado duramente.
La primera: una turba de decenas de personas pertenecientes a una marcha reivindicativa indígena asaltan una fábrica y se roban productos.
La segunda: dos o tres personas de la misma marcha tratan de dañar vehículos de otra empresa; una voz autoritaria en el fondo increpa a sus trabajadores: ”¿Quién les dijo que podían trabajar? ¡Tienen dos minutos para salir!”
La tercera: en una de las manifestaciones contra las medidas protagonizada por los mismos, un agitador lanza proclamas incendiarias: este individuo no tiene ni fenotipo, ni dicción indígena.
La cuarta: en otro lugar un manifestante ataca a un policía, le arranca el casco con las manos, el guardián del orden no se defiende a pesar de estar equipado con el uniforme antidisturbios, se cae, fin de la imagen.
La quinta: calles, paredes, etc. del Centro Histórico de Quito casi despedazadas por vándalos de las manifestaciones gremiales.
A partir de estas imágenes, a las cuales se podrían añadir otras, caben algunas constataciones, resumo solo un par: en las primeras escenas no aparece ningún dirigente que trate de detener el saqueo, como tampoco miembros de la fuerza pública. Los dirigentes hablan de infiltrados y de que algunos han sido identificados y se les aplicará la justicia indígena.
Inquietudes básicas: ¿Quiénes organizan marchas o protestas, por más legítimas que estas pudieran ser, no son responsables de los desmanes ocurridos a consecuencia de ellas? ¿Quién debe pagar los daños a los perjudicados, ya sean particulares o públicos?
Los ecuatorianos debemos pagar la orgía de la década cancerígena, y sobre eso ¿también deberemos hacer frente a los gastos provocados por desmanes que son auténticos delitos? ¿No suena a hipocresía llamar a resistencia y luego desconocer la responsabilidad de las consecuencias de ella? ¿Somos o no somos los ecuatorianos iguales ante la ley? ¿Todos? Quedan muchas preguntas (y amargura) en el teclado.
En estos días aciagos hemos visto imágenes, tanto en la TV como en los diferentes medios personalizados, que nos han chocado duramente.
La primera: una turba de decenas de personas pertenecientes a una marcha reivindicativa indígena asaltan una fábrica y se roban productos.
La segunda: dos o tres personas de la misma marcha tratan de dañar vehículos de otra empresa; una voz autoritaria en el fondo increpa a sus trabajadores: ”¿Quién les dijo que podían trabajar? ¡Tienen dos minutos para salir!”
La tercera: en una de las manifestaciones contra las medidas protagonizada por los mismos, un agitador lanza proclamas incendiarias: este individuo no tiene ni fenotipo, ni dicción indígena.
La cuarta: en otro lugar un manifestante ataca a un policía, le arranca el casco con las manos, el guardián del orden no se defiende a pesar de estar equipado con el uniforme antidisturbios, se cae, fin de la imagen.
La quinta: calles, paredes, etc. del Centro Histórico de Quito casi despedazadas por vándalos de las manifestaciones gremiales.
A partir de estas imágenes, a las cuales se podrían añadir otras, caben algunas constataciones, resumo solo un par: en las primeras escenas no aparece ningún dirigente que trate de detener el saqueo, como tampoco miembros de la fuerza pública. Los dirigentes hablan de infiltrados y de que algunos han sido identificados y se les aplicará la justicia indígena.
Inquietudes básicas: ¿Quiénes organizan marchas o protestas, por más legítimas que estas pudieran ser, no son responsables de los desmanes ocurridos a consecuencia de ellas? ¿Quién debe pagar los daños a los perjudicados, ya sean particulares o públicos?
Los ecuatorianos debemos pagar la orgía de la década cancerígena, y sobre eso ¿también deberemos hacer frente a los gastos provocados por desmanes que son auténticos delitos? ¿No suena a hipocresía llamar a resistencia y luego desconocer la responsabilidad de las consecuencias de ella? ¿Somos o no somos los ecuatorianos iguales ante la ley? ¿Todos? Quedan muchas preguntas (y amargura) en el teclado.
En estos días aciagos hemos visto imágenes, tanto en la TV como en los diferentes medios personalizados, que nos han chocado duramente.
La primera: una turba de decenas de personas pertenecientes a una marcha reivindicativa indígena asaltan una fábrica y se roban productos.
La segunda: dos o tres personas de la misma marcha tratan de dañar vehículos de otra empresa; una voz autoritaria en el fondo increpa a sus trabajadores: ”¿Quién les dijo que podían trabajar? ¡Tienen dos minutos para salir!”
La tercera: en una de las manifestaciones contra las medidas protagonizada por los mismos, un agitador lanza proclamas incendiarias: este individuo no tiene ni fenotipo, ni dicción indígena.
La cuarta: en otro lugar un manifestante ataca a un policía, le arranca el casco con las manos, el guardián del orden no se defiende a pesar de estar equipado con el uniforme antidisturbios, se cae, fin de la imagen.
La quinta: calles, paredes, etc. del Centro Histórico de Quito casi despedazadas por vándalos de las manifestaciones gremiales.
A partir de estas imágenes, a las cuales se podrían añadir otras, caben algunas constataciones, resumo solo un par: en las primeras escenas no aparece ningún dirigente que trate de detener el saqueo, como tampoco miembros de la fuerza pública. Los dirigentes hablan de infiltrados y de que algunos han sido identificados y se les aplicará la justicia indígena.
Inquietudes básicas: ¿Quiénes organizan marchas o protestas, por más legítimas que estas pudieran ser, no son responsables de los desmanes ocurridos a consecuencia de ellas? ¿Quién debe pagar los daños a los perjudicados, ya sean particulares o públicos?
Los ecuatorianos debemos pagar la orgía de la década cancerígena, y sobre eso ¿también deberemos hacer frente a los gastos provocados por desmanes que son auténticos delitos? ¿No suena a hipocresía llamar a resistencia y luego desconocer la responsabilidad de las consecuencias de ella? ¿Somos o no somos los ecuatorianos iguales ante la ley? ¿Todos? Quedan muchas preguntas (y amargura) en el teclado.