Claudio Proaño B.

POR: Luis Fernando Revelo

Hace un mes abandonó el barro perecedero hacia el reino de la luz, en el que creyó con fe profunda, el egregio maestro Claudio Proaño Baroja. De él podemos decir que fue un destacado artista y un excelente maestro. Fue un pámpano florido del “Parnaso de la armonía”, Cotacachi, fecunda matriz de los grandes creadores de la armonía musical. Descendiente de una prosapia de aquilatados músicos como su padre Luis Abelardo Proaño junto a sus hermanos: Germán, Gilberto y Laurita, verdaderos ciudadanos de luces y antorchas de excelsos ideales.

Quienes tuvimos la suerte de cultivar su dación amical, en amenas tertulias solía decir: “No conozco nada que sea más grande que la música” y glosando las palabras de Baudelaire, escuchando a Beethoven añadía: “La música a menudo se posesiona de mí como un mar. Siento todas las pasiones de un crujiente navío vibrando dentro de mí; el viento apacible y la furia de la tempestad me acunan en su insondable profundidad; o, a la inversa, percibo una calma lisa, el espejo gigante de mi inspiración”.

Como maestro cultivó con reciedumbre ese don que Dios le había prodigado para hacer de su profesión un servicio fecundo de bienes culturales. Maestro en el concepto señero del término, autor del pasacalle “Ibarra”, del sanjuanito “Pilche de chicha”, entre otros; autor de los himnos de varias instituciones, afanoso cumplidor de los deberes cívicos, de la fiel interpretación de nuestro Himno Nacional. Sus alumnos del recordado Conservatorio Nacional de Música, de instituciones del Carchi, del añorado Colegio Ibarra, dan fe de su vasta cultura y su exquisita sensibilidad estética.

Hoy que ha llegado al mundo trascendental de la eternidad, lo recordamos con gratitud, como alguien decía, “a flor de corazón y de memoria”.

POR: Luis Fernando Revelo

Hace un mes abandonó el barro perecedero hacia el reino de la luz, en el que creyó con fe profunda, el egregio maestro Claudio Proaño Baroja. De él podemos decir que fue un destacado artista y un excelente maestro. Fue un pámpano florido del “Parnaso de la armonía”, Cotacachi, fecunda matriz de los grandes creadores de la armonía musical. Descendiente de una prosapia de aquilatados músicos como su padre Luis Abelardo Proaño junto a sus hermanos: Germán, Gilberto y Laurita, verdaderos ciudadanos de luces y antorchas de excelsos ideales.

Quienes tuvimos la suerte de cultivar su dación amical, en amenas tertulias solía decir: “No conozco nada que sea más grande que la música” y glosando las palabras de Baudelaire, escuchando a Beethoven añadía: “La música a menudo se posesiona de mí como un mar. Siento todas las pasiones de un crujiente navío vibrando dentro de mí; el viento apacible y la furia de la tempestad me acunan en su insondable profundidad; o, a la inversa, percibo una calma lisa, el espejo gigante de mi inspiración”.

Como maestro cultivó con reciedumbre ese don que Dios le había prodigado para hacer de su profesión un servicio fecundo de bienes culturales. Maestro en el concepto señero del término, autor del pasacalle “Ibarra”, del sanjuanito “Pilche de chicha”, entre otros; autor de los himnos de varias instituciones, afanoso cumplidor de los deberes cívicos, de la fiel interpretación de nuestro Himno Nacional. Sus alumnos del recordado Conservatorio Nacional de Música, de instituciones del Carchi, del añorado Colegio Ibarra, dan fe de su vasta cultura y su exquisita sensibilidad estética.

Hoy que ha llegado al mundo trascendental de la eternidad, lo recordamos con gratitud, como alguien decía, “a flor de corazón y de memoria”.

POR: Luis Fernando Revelo

Hace un mes abandonó el barro perecedero hacia el reino de la luz, en el que creyó con fe profunda, el egregio maestro Claudio Proaño Baroja. De él podemos decir que fue un destacado artista y un excelente maestro. Fue un pámpano florido del “Parnaso de la armonía”, Cotacachi, fecunda matriz de los grandes creadores de la armonía musical. Descendiente de una prosapia de aquilatados músicos como su padre Luis Abelardo Proaño junto a sus hermanos: Germán, Gilberto y Laurita, verdaderos ciudadanos de luces y antorchas de excelsos ideales.

Quienes tuvimos la suerte de cultivar su dación amical, en amenas tertulias solía decir: “No conozco nada que sea más grande que la música” y glosando las palabras de Baudelaire, escuchando a Beethoven añadía: “La música a menudo se posesiona de mí como un mar. Siento todas las pasiones de un crujiente navío vibrando dentro de mí; el viento apacible y la furia de la tempestad me acunan en su insondable profundidad; o, a la inversa, percibo una calma lisa, el espejo gigante de mi inspiración”.

Como maestro cultivó con reciedumbre ese don que Dios le había prodigado para hacer de su profesión un servicio fecundo de bienes culturales. Maestro en el concepto señero del término, autor del pasacalle “Ibarra”, del sanjuanito “Pilche de chicha”, entre otros; autor de los himnos de varias instituciones, afanoso cumplidor de los deberes cívicos, de la fiel interpretación de nuestro Himno Nacional. Sus alumnos del recordado Conservatorio Nacional de Música, de instituciones del Carchi, del añorado Colegio Ibarra, dan fe de su vasta cultura y su exquisita sensibilidad estética.

Hoy que ha llegado al mundo trascendental de la eternidad, lo recordamos con gratitud, como alguien decía, “a flor de corazón y de memoria”.

POR: Luis Fernando Revelo

Hace un mes abandonó el barro perecedero hacia el reino de la luz, en el que creyó con fe profunda, el egregio maestro Claudio Proaño Baroja. De él podemos decir que fue un destacado artista y un excelente maestro. Fue un pámpano florido del “Parnaso de la armonía”, Cotacachi, fecunda matriz de los grandes creadores de la armonía musical. Descendiente de una prosapia de aquilatados músicos como su padre Luis Abelardo Proaño junto a sus hermanos: Germán, Gilberto y Laurita, verdaderos ciudadanos de luces y antorchas de excelsos ideales.

Quienes tuvimos la suerte de cultivar su dación amical, en amenas tertulias solía decir: “No conozco nada que sea más grande que la música” y glosando las palabras de Baudelaire, escuchando a Beethoven añadía: “La música a menudo se posesiona de mí como un mar. Siento todas las pasiones de un crujiente navío vibrando dentro de mí; el viento apacible y la furia de la tempestad me acunan en su insondable profundidad; o, a la inversa, percibo una calma lisa, el espejo gigante de mi inspiración”.

Como maestro cultivó con reciedumbre ese don que Dios le había prodigado para hacer de su profesión un servicio fecundo de bienes culturales. Maestro en el concepto señero del término, autor del pasacalle “Ibarra”, del sanjuanito “Pilche de chicha”, entre otros; autor de los himnos de varias instituciones, afanoso cumplidor de los deberes cívicos, de la fiel interpretación de nuestro Himno Nacional. Sus alumnos del recordado Conservatorio Nacional de Música, de instituciones del Carchi, del añorado Colegio Ibarra, dan fe de su vasta cultura y su exquisita sensibilidad estética.

Hoy que ha llegado al mundo trascendental de la eternidad, lo recordamos con gratitud, como alguien decía, “a flor de corazón y de memoria”.