Todos claudican

Daniel Márquez Soares

Los ecuatorianos deberíamos perder esa mala costumbre de celebrar cada vez que algún ciudadano competente en su área incursiona en la política. Sería mejor si, al revés, afrontáramos un hecho de esa índole como lo que es: una tragedia. Cada vez que un empresario, intelectual, deportista o académico respetable y competente acepta una candidatura no es un logro. Es una pérdida.

Las víctimas de la atracción política suelen apelar a una supuesta vocación de servicio, como si trabajar en la función pública u ocupar un cargo de elección popular equivaliese a algún doloroso sacrificio ritual. Como si la tarea fuese tan dura que de verdad requiriese vocación. Alguien debería recordarles las dosis de sufrimiento puro y duro que se encuentran en otros oficios menos glamorosos, como el trabajo manual, las tareas agrícolas o los siempre inciertos negocios pequeños. Y, sobre todo, decirles que, si lo que quieren es servir, hay tareas mucho menos bulliciosas y muchísimo más eficientes: educación parvularia, enfermería, asistencia social, sacerdocio y un larguísimo etcétera de ocupaciones que, sin ruedas de prensa, papeleo ni polémicas permanentes, se encargan de hacer la vida un poco, aunque sea un poco, más tolerable para una infinidad de personas.

Una persona valiosa no entra a la política, sino que sucumbe ante ella, como se sucumbe ante una enfermedad terminal o ante un seductor atajo. Y no es justo culparlos, en tanto hay muchos elementos poderosamente atrayentes: el poder, con la dosis de aceptación y adulación que resulta irresistible para los vanidosos; la seguridad, en estos tiempos de precariedad laboral; el mar de oportunidades rentistas y clientelares que le esperan a alguien luego de haber participado en la política; la permanente intriga y la novela eterna, que aman los conspiradores y conflictivos.

Pero el motivo más importante es la constante tentación y las insistentes propuestas. El Estado no quiere ni tolera talento ajeno e independiente. Quiere que todo ciudadano capaz trabaje para él o, sino, que al menos dependa de él. Por eso, tarde o temprano, todos suelen entrar en ese baile del que nadie, nunca, jamás de los jamases, salió ileso.

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