Fabricio González: Médico Genetista

En los 80, cuando estaba en los primeros años de mi carrera en la Facultad de Medicina, en la Universidad Central, teníamos nuestros amores de juventud con las compañeras de aula. Yo estaba con una enamorada a la que llamaré Juliana, nombre ficticio que usaré por respeto.

En vísperas de un 14 de febrero, un profesor me asignó que cubriera una guardia hospitalaria, la cual coincidía con tan memorable fecha, y esto significaba que no podría celebrar. Esto molestó a mi querida, con quien además conmemorábamos nuestros primeros meses juntos. En esa desesperación por cumplir con la cita, cambié el turno con un compañero.

Decidí darle una sorpresa. Con la ‘pata’ de amigos llevamos una serenata a todas aquellas que hacían palpitar nuestros sentidos juveniles. Nos armamos con una guitarra, un requinto, un bombo y un par de claves, al estilo de estudiantina, con cinco aficionados. Uno de los panas prestó su auto y entre todos hicimos ‘vaca’ para comprar el traguito para la fría noche quiteña, y para los agachaditos al final de la jornada.

Entre las cosas que llevábamos, teníamos un pequeño parlante, al cual uno de mis compañeros, remedo de electricista, había unido con un poste público mediante un cable de ferretería. Lo conectamos, sabiendo que a lo largo de la noche nuestras escuálidas voces se iban a ir perdiendo.

Llegamos donde Juliana. Empezamos con Atajitos de Caña, seguimos con Merceditas, y luego con Cajita de Música.

Al ver que ninguna luz se prendía, decidimos tocar dos más: ‘Lágrimas Negras’, al estilo de Tres Patines; y ‘Cinco Centavitos’, de JJ. Antes de terminar el último himno, por fin, observamos la claridad en la ventana.

Se abrió la puerta y salió el padre de ella, quien muy atento mencionó: “Estimado Fabricio, me alegro que hayas venido y te agradezco el detalle, pero cantas horrible mi hermano, ya te voy escuchando 45 minutos y, la verdad, mejor dedícate a tu profesión. Y te cuento que Juliana no está, al saber que no venías, se fue a una fiesta con las amigas”. Ahí terminó mi no iniciada carrera de músico.

Luego del chasco, el ‘electricista’ levantó la precaria instalación, y gracias a alguna maniobra audaz, produjo un cortocircuito que fundió la bombilla del poste y sumió en tinieblas a la mitad de la calle.

A la mañana siguiente, en los pasillos de la facultad, se acercó Juliana y me dio un beso. Y me dijo: “Qué lindo detalle el de la serenata, y mi papá te está buscando para que arregles el poste”. Así terminó aquella aventura de amor.