Las Empanadas de Morocho de la Ulloa es una de las ‘huecas’ más tradicionales de Quito

TRATO. Alicia Quinteros ofrece su producto con amabilidad y una gran sonrisa.
TRATO. Alicia Quinteros ofrece su producto con amabilidad y una gran sonrisa.

Alicia Quinteros lloró ‘lágrimas de sangre’ para poder consolidar a las empanadas de morocho más grandes de Quito.

Convertirse en una exitosa microempresaria no fue tarea fácil. Cerca de siete años llevó sobre sus hombros el peso de ser víctima de maltratos de su pareja sentimental.

Alicia Libertad Quinteros es dueña de una de las ‘huequitas’ con más tradición en la capital. Las Empanadas de Morocho de la Ulloa se constituyeron como un monumento a la templanza, fortaleza y superación.

Ella considera que cuando tenía 16 años y medio ella cometió el peor error de su vida al casarse tan joven con un muchacho que era su compañero de colegio. En ese entonces, dice, estaba ciega por el amor que sentía por el muchacho y creía que su convivencia iba a ser un paraíso.

Ambos vivían en una humilde vivienda ubicada en el Comité del Pueblo, un populoso sector del norte de Quito. La joven pareja empezó a trabajar para pagar la renta.

Poco tiempo pasó para que aquel hombre empiece a agredirla física y emocionalmente.

EL DATO
Las empanadas de morocho tienen 32 centímetros de largo y están rellenas de arroz, carne y alverjas.La dama de 50 años recuerda que fruto de la escabrosa relación nació su primera hija. Mientras estaba embarazada su esposo la golpeaba en el abdomen con puños y patadas.

Pese a las agresiones, ella dio a luz a los seis meses y medio, el grado de prematuridad fue determinante para que la niña viviera solamente dos meses. La criatura nunca abandonó la casa de salud donde estuvo internada.
Pese a todo, Quinteros perdonó y continuaron la convivencia que por momentos encontraba una armonía pasajera.

SABOR. Las empanadas de morocho siempre van acompañadas de varias salsas.
SABOR. Las empanadas de morocho siempre van acompañadas de varias salsas.

Un ‘ángel’ en el camino
La pareja abandonó el Comité del Pueblo y llegaron a Sangolquí por asuntos laborales de su esposo. Ella consiguió trabajo como secretaria en una empresa de venta de carros. Sus ingresos los empleaba en los gastos de la casa, pues el hombre gastaba todo el dinero los fines de semana con sus amistades.

Quinteros narra que cuando ella regresaba a casa se encontraba con una vecina que era testigo de los maltratos. Recuerda que era una anciana de unos 70 años, de cabello blanco, de contextura delgada y pequeña de estatura. Se llamaba Josefina y en el largo camino de retorno a casa ella la moldeó para que recupere su amor propio.

“La señora para mí representa a un ángel que me ayudó a salir de donde estaba”, comenta emocionada.

Momento determinante
Su segundo hijo, Gabriel, nació en medio de tormentoso camino. Cuando el niño apenas tenía un año y medio, Quinteros decidió ponerle fin a toda su historia de terror.

Tomó las cosas de su esposo y las sacó al patio de su casa para que se marchara. No le importó tener una criatura en brazos con tal de encontrar la paz.

Pese a todo, ella aún guardaba amor en su corazón para con el hombre que la hizo infeliz.

Quinteros recuerda entre lágrimas que una tarde lluviosa estaba sentada en la plazoleta del Consejo Provincial con su pequeño arropado con cobijas.

El aguacero opacaba su dolor con las gotas de lluvia que se confundían entre las lágrimas que expulsaban la nostalgia y soledad.

En medio de la tormenta apareció una pareja de jóvenes que le regalaron 5.000 sucres. Le dijeron que los emplee en leche para el niño que traía en brazos.

“En ese momento me dije a mí misma que no puedo darle lástima ni compasión a nadie y supe que tenía que hacer algo de mi vida”, dice Quinteros.

El inicio de su ‘imperio’
A sus 23 años, ella empezó a vender sus primeras empanadas de morocho en una esquina de la calle Ulloa y avenida Colón. Sus hermanas Pilar y Ana María Quinteros la ayudaron durante siete y cinco años respectivamente.

Utilizó las enseñanzas de su exsuegra con quien aprendió a hacer empanadas de morocho cuando apenas tenía 17 años.

Sin embargo, Quinteros quiso diferenciarse y mejorar la técnica de aquella mujer a la que recuerda con cariño.

Su platillo tuvo una particularidad, su tamaño. La dimensión que alcanzó el producto hecho a base de morocho empezó a llamar la atención de quienes transitaban por la Ulloa y Colón.

Ahí instaló un kiosco de 1.30 por 1.20. Ese pequeño espacio se convirtió en su fortín durante aproximadamente 16 años hasta que se reformaron las leyes municipales que normaban las ventas en las calles.

En todo ese tiempo, Quinteros logró posicionarse y crear un nicho de clientes importantes que llegaban desde varias partes de Quito para comprar la gigantescas y sabrosas empanadas de morocho.

El golpe de los cambios
Ella no estaba dispuesta a echar todo lo conseguido por la borda. Rentó un pequeño local donde solo entraban dos mesas en las calles Ulloa y Acuña. La idea era no alejarse demasiado para no perder la clientela que consiguió, pero las cosas no salieron como las planeó.

La poca afluencia de gente la obligó a moverse a otro local más amplió en la Ulloa y Andrango. Ahí las cosas empezaron a mejorar, pero la persona que le rentó el inmueble quiso subir la mensualidad al ver que empezaba a ganar más gente.

Hasta la fecha
Fue entonces cuando decidió pensar en grande. La mujer se esforzó y compró una casa en las calles Munive y Francisco Lizarazu, en La Gasca, al centro norte de Quito.

Cuenta que abandonar la calle Ulloa que durante años fue su lugar de trabajo le representó un año de ‘vacas flacas’.

“Pasaba cruzada de brazos sin saber qué hacer. No vendía nada porque mis gente no me encontraba”, recuerda la empresaria.

Sin embargo, de a poco su clientela se renovó y sorpresivamente los antiguos comensales empezaron a cruzar la entrada de su negocio.

TOME NOTA
Se recomienda que las empanadas se sirvan apenas salgan del aceite.
“No hay mejor publicidad que la que se hace de boca a boca. La gente empezó a hablar de mí y los clientes tradicionales se enteraron donde estaba”, agrega sonriendo. Aunque no es un lugar fácil de llegar, Las Empanadas de Morocho de la Ulloa, continúa en manos de una mujer que a lo único que le dio la espalda fue a las adversidades y retos que le puso la vida desde que era adolescente.

Hoy, la dama tiene 50 años y se cataloga como una persona humilde que busca mantener las buenas costumbres y mostrar siempre el mejor rostro para conservar la fidelidad de la clientela. (FLC)

«Se prepara al instante para que se sirvan crocantes”,

Alicia Quinteros.