Por GÁREL BENALCÁZAR
Segundo Marino, de 42 años, desde que era un niño sintió el llamado de las piedras. El arte de esculpir le llegó temprano. Recuerda que su papá lo recogía de la escuela, junto con sus hermanos, para luego hacer una larga caminata a la casa de Antonio Negrete, el escultor que le enseñó este oficio a su padre, y que después sería la mejor de las herencias. Todo comenzó como un juego, hasta que Marino terminó con la fuerza suficiente para moldear la dura roca, destreza que comparte con toda su familia. El seleccionar la materia prima es lo más importante -asegura-, porque de eso depende que el trabajo sea perfecto. Su taller, ubicado en Pomasqui (Quito), es ahora el templo donde da vida a las piedras.