En Caná de Galilea falta vino; el amor no consigue su meta; la fiesta queda sólo con el agua de las purificaciones que siempre excluye a algunos. Puros e impuros. Sin pasión, ni alegría. Para Jesús, ése no es el camino. Trae un vino nuevo, exquisito y en abundancia. 600 litros más. Demasiado.
Nada hay tan hermoso en las relaciones humanas como una boda; la celebración del amor, esa cualidad tan humana por la que una persona está loca por la otra, incluso contra la razón o la prudencia. El triunfo del amor sobre la vida cotidiana. La fiesta para celebrar esa locura.
Y Jesús la elige como imagen de la relación de Dios con nosotros. La boda y la locura de la abundancia. Se trata de cambiar la rutina por el vino nuevo.
Si miramos más allá del milagro, aprendemos cómo se manifiesta el Padre, desde la sorpresa y la generosidad, muy por encima de lo que la razón y las tradiciones pueden saber de Él.
La noticia es que Dios me quiere como soy, mis pecados no estorban a su amor. Primero me ama y luego me salva. Y así descubro con alegría que también se puede vivir amando y sirviendo. Él nos dice que hay que pelear para que no falte vino, para desterrar el mal con la fuerza del perdón y de la intransigencia contra lo que hace sufrir a sus hij@s, sean los que sean.
En ti y en mí, en nuestra familia, en la Diócesis Tsáchila, también puede faltar el vino de la comprensión, la generosidad, el perdón y la entrega mutua. Puede estar ausente el vino del amor, sin el cual el banquete de la vida y de la fe resultan insípidos, si no amargos.
Hagamos lo que Él nos dice, dejemos las aguas viejas del poder, el machismo y el chisme e invitemos a Jesús a nuestra boda de cada día.