La voz del Carnaval

Franklin Barriga López

Para celebrar el advenimiento de la primavera o en exaltación a victorias bélicas, los pueblos primitivos del Mediterráneo hacían la celebración fastuosa, el rito lascivo, el acto de extroversión y locura colectiva.

A nuestro país vinieron formas del Carnaval europeo con el conquistador ibérico, en tanto que a España introdujeron los romanos que intensificaron sus aficiones al vino y al placer carnal en sus renombradas saturnalias donde las diversiones llegaban al desenfreno. Ante una muchedumbre enmascarada –la máscara invocaba el espíritu de los muertos- surgía la evasión y expresión de vida, entre humo oloroso y el fuego que alentaba bacanales. Estos festejos generaron descuido para las colonias del imperio cuyo declive se inició por el relajamiento de costumbres. Antes, en Grecia reverenciaron a Dionisio, dios del licor y del teatro, que invitaba a la sátira y a la obscenidad. La comedia brotó en estos predios.

Considerado de la manera indicada en sus primeras fuentes, el Carnaval en nuestro país y en tiempos de la Colonia tuvo presencia esperada, por sus características populares y de regocijo. Luego, en contraste, la Semana Santa se caracterizaba por el fervor místico, respeto total para los símbolos religiosos imperantes, manifestado en grandes procesiones.

De larga data, por tanto, son las carnestolendas que en la actualidad han adquirido resonancia magnífica, singularmente en dos ciudades ecuatorianas. En Guaranda, la alegría se desborda y la hospitalidad sobresale: priman la broma, el baile, la copla y la algazara colectiva, para afianzar nexos de jovial convivencia e identidad comarcana: “A la voz del Carnaval, todo el mundo se levanta”. Ambato tiene el mérito de haber desterrado el juego con agua, en el marco de su admirable Fiesta de las Flores y las Frutas.


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