Entretelones del coronavirus

La pandemia no respeta nada, se introduce silenciosamente por los rincones más ocultos y saca a luz verdades insospechadas. El encierro es como un botón que activa conocimientos desconocidos, porque hemos vivido dormidos, ausentes de nuestras propias realidades, extraños a los nuestros. Como aquella pareja que a fuerza del toque de queda debe permanecer junta, cuando hace años su vida era una ficción; como aquel muchacho que había ocultado de sus padres la adición a las drogas; como aquella mujer que, a lo lejos, en la casa que ya no le interesa, está enjaulada.

Cuando esto termine, talvez esa pareja actualice su verdad y nunca más se vuelva a ver, talvez se haya reencontrado en un afecto y en los laberintos del miedo y la desazón virulenta, se estreche al final en un abrazo.

Con seguridad muchos progenitores conocerán por primera vez las pequeñas vidas de sus hijos, se quedarán dormidos junto a ellos en la mitad de un cuento que habían olvidado.

La pandemia ha sacado a luz realidades que hoy se vuelven más dolorosas. La irresponsable opulencia de ciertos sectores que acaparan los productos en los supermercados, para retirarse a vivir encerronas gastronómicas, con la válida justificación, de no inmiscuirse con nadie por fuerza sanitaria. Frente a estos grupos, hay tantos otros: desde los que deben salir a vender algo en el semáforo para sobrevivir, hasta profesionales cuyas rentas no están en sueldos fijos, sino en el acontecer de todos los días.

Este mal que nos azota debe enseñarnos a valorar aquello que lo pudimos haber perdido, deberá devolvernos la sensibilidad, la fe; deberá aleccionarnos sobre la importancia de un médico, de una enfermera, que como seres humanos también sienten temor; deberá llevarnos más allá de lo económico a encontrar nuestra vulnerable naturaleza para que nuestros actos sean verdaderamente trascendentes.

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