Las cicatrices del planeta

Rosalía Arteaga Serrano

Cuando nos subimos a una montaña, un montículo o desde un avión cuando el cielo está despejado, alcanzamos a ver las hendiduras de la tierra, las quebradas, los ríos que se marcan a través de los cañones; vemos desde luego los bosques, esas manchas de diferentes colores, por desgracia cada vez más escasas.

Desde los edificios que parecen sumergirse en las nubes, dejando de lado el síndrome de la Torre de Babel sufrido por los antiguos pobladores de la Tierra, según la tradición bíblica; vemos las luces que se destacan en la noche, los colores mágicos y alucinantes de las urbes gigantescas.

Las enormes ruedas, modernos observatorios, como el que se ve en el Carrusel de París o como la London Eye, como la más modesta, pero igualmente bella de La Perla, en nuestro Guayaquil, son montadas para permitir abarcarlas en sus mayores dimensiones.

Es indudable que se pueden divisar aquello que hemos dado en llamar las “cicatrices de la Tierra”, los cortes brutales que se hacen y que socaban los territorios, que desvían los causes de los ríos, que, luego, siempre buscarán su cauce antiguo, ocasionando destrozos que pudieron evitarse.

Los tajos para la construcción de las carreteras. Los desvíos de los ríos para la construcción de las represas. Inclusive los aparentemente inofensivos molinos de viento para aprovechar la fuerza de los vientos, pero que alteran los flujos migratorios de las aves.

Esas cicatrices son cada vez más visibles y peligrosas: los campos deforestados, los socavones, las llanuras donde la hierba no crece y empieza el proceso de desertificación. Son las cicatrices, algunas se parecen a la boca del Guasón en su última película, otras se cubren rápidamente de una capa de verde que ayuda a disimularlas.

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