El reino de cualquiera

Es común ver a políticos en campaña hacer cosas vergonzosas: bailecitos en redes sociales, malas piezas cómicas, fingidos arranques de comportamiento popular o ‘diálogos’ insufribles con personas al azar en las que ninguna de las partes tiene idea del tema que se está tratando. Curiosamente, no es que los políticos se hayan vuelto repentinamente tontos, sino que las campañas políticas en la actualidad se basan en premisas perversas y peligrosas.

La primera premisa, tan esgrimida por los consultores políticos sabelotodos de moda, es que la gente sabe lo que quiere. Se supone que el ciudadano promedio tiene sus necesidades y prioridades claras, y que él, mejor que nadie, es capaz de tomar las decisiones para llegar a ellas.

La segunda premisa es que la ideología, los principios y las visiones políticas no le importan en absoluto a la gente. Se asume que solo le importan sus problemas cotidianos y las soluciones prácticas para ellos, y que deciden el voto en función de trivialidades como el perrito del candidato, su forma de saludar o cualquiera de las ridiculeces mencionadas.

La tercera premisa es que a los ciudadanos les gusta ser gobernados por gente igual a ellos; es decir, se supone que el futuro político debe verse, actuar, hablar y pensar de la misma forma que aquellos a los que deberá gobernar.

Esta forma de concebir el liderazgo político ha tenido consecuencias lamentables. La creencia de que la gente común sabe lo que quiere, de que la política debe girar apenas alrededor de las trivialidades del día a día y, sobre todo, la idea del gobernante como una persona corriente ha privado a la política del aura de trascendencia y de la mística de un elevado propósito que alguna vez tuvo. Se suponía que los líderes estaban llamados a visionar y soñar más allá de la capacidad de sus gobernados, y que eran personas dotadas de una capacidad, de una virtud y de un carisma superiores que despertaban admiración y devoción.

Además de creer que cualquiera puede ser gobernante, ahora creemos que un gobernante debe ser un cualquiera. La obsesión cortoplacista de la democracia moderna ha carcomido también la humana tendencia a admirar, aspirar y emular.