Borra y va de nuevo

Toda empresa requiere de una dirección eficiente, que actúe orientada por valores y aporte decisivamente al logro de los resultados que espera la base social que la sustenta. Para contratar a un gerente o director, los accionistas se aseguran, mediante concursos exigentes, que sea seleccionada la persona mejor calificada.

En el caso del Estado, que es la empresa más compleja, todos los ciudadanos participan de esa selección mediante procesos electorales sustentados en leyes y procedimientos tendentes a que personas competentes, académicamente preparadas y honestas, asuman la dirección de las funciones del poder público.

Para que así suceda es indispensable un sistema político sólido que incluya la existencia de partidos políticos que respondan al interés ciudadano. Con sobrada razón, el Código de la Democracia refiere que: “Las organizaciones políticas son un pilar fundamental para construir un estado constitucional de derechos y justicia; y señala como sus deberes, entre otros: Movilizar y promover la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos; formar a sus miembros para el ejercicio de funciones públicas; contribuir en la formación ciudadana y estimular la participación del debate público”. Dispone, además, que los partidos y movimientos políticos se sustentarán en concepciones “filosóficas, políticas, ideológicas, incluyentes y no discriminatorias”. Estos mandatos legales han quedado en letra muerta. Decenas de partidos, centenas de movimientos, exultantes declaraciones de principios, convertidas en simple literatura demagógica, constituyen la deprimente realidad.

Sin buenos partidos no puede existir política de calidad. Ellos son los responsables de seleccionar a los mejores hombres y mujeres para proponerlos como candidatos a las dignidades de elección popular. Son (deberían ser) las escuelas de liderazgo, de formación moral y académica, especialmente en el campo de la administración pública, y los encargados de la formación de las personas que, llegado el momento, podrán participar en el gobierno de una parroquia, cantón, provincia o del Estado.

Tampoco hay buena política si la mayoría de quienes se dedican a esta noble actividad no cumplen con esas cualidades, consideradas por Max Weber, como decisivamente importantes para el político: “entrega apasionada a una causa, sentido de responsabilidad y mesura”. En estos días, cuando ha iniciado, de hecho, la campaña electoral, se mantienen lastimosamente los mismos vacíos de legalidad y legitimidad de un sistema político viciado de ineficiencia y corrupción. Queda, como última esperanza, confiar en un voto sensato e inteligente del electorado.